El Reformado Lutero
Cuando Martín Lutero publicó su oposición a una serie de notables abusos dentro de la Iglesia Católica hace 500 años, este infligió lo que parecía ser una herida permanente en el cristianismo. Muchos ahora tratan de cerrar esa herida. ¿Es el movimiento ecuménico el camino a la unidad divina?
Vivimos en una sociedad que valora la tolerancia. En aras de la paz, aceptar a la gente por lo que es se ha convertido en el sentir prevaleciente por el bien común. Es una manera de pensar que procura la unidad a través de la aceptación y rechaza la distinción en casi todos los frentes.
Quizás —al menos en parte— hayamos llegado a esta coyuntura como reacción a la violencia y el odio del siglo XX, caracterizado este como fue por la aberrante maldad del holocausto judío, las purgas de Stalin y Mao y el aumento del terrorismo mundial. El odio siempre divide a la gente; de ahí que, por otro lado, parezca lógico y razonable que aceptar cualquier persona o cosa en cualesquiera condiciones produce unidad. Pero, ¿es así?
La pregunta se aplica a muchos aspectos de la vida de hoy, incluso en lo que respecta a la religión. Medio milenio después de que la Reforma protestante dividiera a la Iglesia católica romana, el tema de la unidad cristiana surge en la mente de muchos. Siendo que el mundo cristiano considera la Biblia como sus Sagradas Escrituras, cabe preguntarse si el camino ecuménico es bíblicamente firme.
Hincando clavos en la iglesia
Hace quinientos años, en 1517, el monje y teólogo alemán Martín Lutero manifestó su oposición a lo que consideraba abusos dentro de la Iglesia católica romana. La imagen preponderante de la Reforma es la de Lutero clavando sus «95 tesis» en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Mientras que, según eruditos, puede que el acto de clavar ese documento sea poco más que una leyenda, Lutero sí escribió a sus superiores el 31 de octubre de 1517, disputando la práctica eclesiástica de vender indulgencias (cancelaciones plenas o parciales del castigo impuesto a los pecadores confesos). Con la carta incluía su famosa lista de 95 puntos, cuyo objetivo era sentar las bases para el debate.
El propósito de Lutero era de reestablecer la fe cristiana en la Biblia. En una época en la que ese libro era accesible solo a los clérigos que sabían latín, él creía en el acceso universal. También denunciaba prácticas no bíblicas tales como los votos monásticos, el celibato y la invocación a los santos como intercesores.
Excomunicado en 1521, Lutero rechazó la autoridad del papa y abogó por el sacerdocio de todos los creyentes. Sostuvo que solo la fe en Dios podía traer salvación; los sacerdotes no tenían una posición especial, motivo por el cual no podían interceder entre los creyentes y Dios. Su subversión a la autoridad eclesiástica introdujo un principio democrático que se propagó rápidamente, gracias, en parte, a la imprenta recientemente inventada.
Para 1650, tras una larga y violenta lucha, Europa se dividió entre, más o menos, un norte protestante y un sur católico. El Imperio romano, del cual surgió el catolicismo romano y con el cual estaba inextricablemente ligado, se había dividido entre Oriente y Occidente cientos de años antes. Ahora, la iglesia de Occidente se había dividido de nuevo, escindida en dos por Lutero y sus compañeros reformadores. A pesar de la abismal diferencia, por años se han hecho esfuerzos para cerrar esa brecha. Estos tienden a destacar las similitudes y minimizar las a veces radicales diferencias en creencias y prácticas.
Encabezando los esfuerzos de reunificación se encuentra el Consejo Mundial de Iglesias (WCC, por sus siglas en inglés). Este, formado en 1948, reúne bajo sus auspicios aproximadamente trescientas cuarentaiocho iglesias miembros de 110 países. Juntos, estos distintos grupos representan más de quinientos millones de cristianos alrededor del mundo.
No obstante, no todas las iglesias son miembros. Por ejemplo, la Iglesia católica romana, que representa a más de mil millones de cristianos, mantiene estrechos vínculos con el WCC, pero hace hincapié en sus propios esfuerzos de divulgación, creyendo sus líderes que, en el mejor de los casos, todos los grupos cristianos deberían aceptar la autoridad de Roma. En septiembre de 2017, Catholic Answers, «uno de los más importantes apostolados laicos [estadounidenses] de apología y evangelización», celebró su encuentro nacional en San Diego bajo el título «La reunión de todos los cristianos». El programa de conferencias incluía sesiones tales como «¡Traiga a sus amigos del otro lado del Tíber!», en las que se ofrecía instrucción práctica sobre cómo guiar a un amigo o familiar protestante hacia la Iglesia católica romana.
«La iglesia única de Cristo subsiste en la Iglesia católica… la unidad plena se producirá cuando todos participen de la plenitud de los medios de salvación confiados por Cristo a su iglesia».
Con todo, la cooperación activa entre las Iglesias católica y protestante se evidencia ya claramente. En anticipación al aniversario del surgimiento del protestantismo, los líderes de la Iglesia católica y de las confesiones luteranas firmaron una declaración conjunta en 2016, haciéndose eco de las palabras del papa Juan XXIII: «Las cosas que nos unen son más importantes que las que nos separan». Como Juan XXIII y otros papas recientes, el papa Francisco hace hincapié en el ecumenismo. Cuando habló a los fieles en el evento de Lund, Suecia, dijo que los católicos y luteranos tenemos «una nueva oportunidad de aceptar un camino común» y «arrepentirnos por los muros divisorios que nosotros y nuestros ancestros hemos construido». El evento marcó el comienzo de un año de centralización de tales esfuerzos en vísperas del quinto centenario de la Reforma y dio lugar a un informe titulado «Del conflicto a la comunión». Como iniciativa conjunta de la Iglesia católica romana y la Iglesia luterana, el informe sostenía que «en 2017, debemos confesar abiertamente que hemos sido culpables ante Cristo de dañar la unidad de la iglesia». Sugería, además, que el propósito del año conmemorativo era «la purificación y sanidad de los recuerdos y la restauración de la unidad cristiana».
Otros también desean ver que el planteamiento ecuménico se extienda aún más. A ese fin contamos con el Día de la religión mundial, observado cada enero en iglesias en todo el mundo. Dicho día fue inaugurado en 1950 por la confesión baha’í para remarcar su creencia en «la unidad de las religiones, razas y naciones». Con tantas guerras en la historia humana por motivos religiosos, resulta fácil vislumbrar la razón de tales esfuerzos. Después de todo, no puede haber problema alguno en el hecho de que todos traten de hacer hincapié en lo que los une en vez de hacerlo en lo que los separa. ¿No es así?
Reconsiderando la unidad
Según el diccionario, ecumenismo es el movimiento o tendencia que preconiza la unidad entre las iglesias del mundo, pero, ¿qué dice la Biblia? Dicho de otro modo: ¿es Dios ecuménico?
El término ecumenismo proviene del griego oikoumene, que significa «todo el mundo habitado». En la época del Nuevo Testamento se utilizaba para indicar el Imperio Romano en el sentido de mundo civilizado, y aparece en diversas instancias. Una de ellas se relaciona con los acontecimientos hacia el fin de los tiempos según Jesús los describiera: «Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo [oikoumene], para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin» (Mateo 24:14). El Nuevo Testamento también dice que el ser llamado Satanás «engaña al mundo entero» [oikoumene] (Apocalipsis 12:9). Según la Biblia, pues, el término se refiere al mundo en general, específicamente a las masas que no formaban parte de la iglesia que Cristo fundara en el primer siglo. A partir de este uso bíblico, el término en cuestión evolucionó gradualmente entre los cristianos del mundo romano hasta significar «el mundo cristiano unificado».
Entonces, ¿que dice la Biblia sobre la unidad cristiana? ¿Cuál era, exactamente, la práctica y creencia de la iglesia del primer siglo tocante a este asunto?
El apóstol Juan deja en claro que —por definición— Dios no está a favor de la unidad cueste lo que cueste. Dice al respecto: «Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina [la doctrina que los apóstoles habían recibido directamente de Jesucristo], no lo recibáis en casa, ni le digáis: ¡Bienvenido!» (2 Juan 10). Claramente, en caso de doctrinas discrepantes, no dice «Juntémonos y hagamos que algo suceda sobre la base de nuestros puntos en común». De hecho, el Nuevo Testamento está lleno de admoniciones, dejando en claro que hay «un cuerpo y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo» (Efesios 4:4–5). Esta unidad no se debía poner en peligro por improvisar juntos o siquiera tolerar doctrinas diferentes.
Lo cierto es que en la iglesia primitiva «perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros» (Hechos 2:42, el subrayado es nuestro). Pablo los instaba: «os ruego, hermanos, que os fijéis en los que causan divisiones y tropiezos en contra de la doctrina que vosotros habéis aprendido, y que os apartéis de ellos» (Romanos 16:17). Fue también Pablo quien instruyó a Timoteo diciendo: «te rogué… que mandases a algunos que no enseñen diferente doctrina» (1 Timoteo 1:3). Sería difícil realmente defender el ecumenismo, o la unidad sin importar las condiciones, cuando los propios apóstoles abogaban por la evitación de quienes activamente promovían doctrinas que diferían de lo que Jesús y los apóstoles enseñaran y practicaran.
«Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo».
Como para dejar en claro el caso, sin duda alguna, en su carta a los gálatas Pablo insistía repetidamente en el principio de que «si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gálatas 1:6–9). Más aún; dijo que «el evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (versículos 11–12).
Jesús mismo dejó bien en claro que es enteramente posible adorarle de modo absolutamente ineficaz. Citando a Isaías, llamó «hipócritas» a quienes le oían: «en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres» (Mateo 15:7–9). Aunque él se refería directamente a los escribas y fariseos de sus días, el principio se aplica a quien fuere que reinterprete la Palabra de Dios (según se nos la entregara por Cristo y sus seguidores del primer siglo) en conformidad con ideas, agendas y tradiciones humanas. Ciertamente, es a causa de tantos que han hecho precisamente esto, que hoy el mundo cristiano se encuentra fragmentado en miles de denominaciones y sectas.
Si, de hecho, todas esas iglesias se han desviado en mayor o menor grado de las enseñanzas originales de Jesús y los apóstoles, desde una perspectiva bíblica la brecha no se puede cerrar con pasar por alto las diferencias y enfocarse en lo que fuere que tengan en común. Seguramente, una mejor estrategia para quienes procuren la unidad en el sentido bíblico del término sería deshacerse de las tradiciones y los dogmas humanos y volver a lo que las propias Escrituras enseñan. ¿No es acaso solo sobre esa base que la unidad divina se puede lograr?