El Replanteamiento de Nuestro Marco Conceptual
Si el Proyecto del Genoma Humano nos ha enseñado algo es que, genéticamente, los seres humanos somos casi idénticos: nuestro ADN es igual en más del 99.9%. Sin embargo, a pesar de esta similitud subyacente, cada uno de nosotros es diferente: en apariencia, en química y, como lo más importante, en nuestra mente. De la misma manera en que filas de casas construidas a partir del mismo plan básico pueden diferir en los detalles, el mobiliario y las decoraciones, así la similitud humana debe darle camino a la individualidad para que cada uno de nosotros tenga una mentalidad propia.
¿Cómo ocurre esto? ¿Cuál es el proceso que hace a todo ser humano un individuo único, en gran parte el mismo, pero diferente de los demás? Las especulaciones surgen de todas partes, cubriendo toda la gama, desde la física hasta la metafísica. Algunos buscan una respuesta en la comúnmente aceptada visión de nuestra historia evolutiva. ¿Le sucedió algo inusual al Homo sapiens entre los días de cacería y recolección a través de las llanuras y las órdenes de comida para llevar vía telefónica desde la oficina?
¿O acaso la respuesta yace dentro de la igualmente desconcertante «alma», considerada por muchos como una esencia autoexistente y autoconsciente otorgada por Dios al momento de la creación del hombre?
Si bien la Biblia no intenta proporcionar una explicación científica para la individualidad humana, sí aporta una dimensión vital a nuestra comprensión sobre el tema. Cuando el apóstol Pablo escribió a los seguidores de Cristo del siglo I en Corinto también usó la analogía de los edificios mientras señalaba un aspecto clave de nuestra individualidad: «Vosotros sois... edificio de Dios… Yo como perito arquitecto puse el fundamento… Pero cada uno mire cómo sobreedifica» (1 Corintios 3:9-10, énfasis añadido).
¿Responsabilidad personal por edificar la «casa» en los cimientos correctos? La idea parece estar a un millón de kilómetros de distancia entre la ciencia cognitiva y la ciencia de la mente; sin embargo, en realidad las dos están mucho más relacionadas de lo que uno pudiera esperar. Un vistazo más de cerca a la ciencia puede ayudar a aclarar un concepto espiritual clave.
CONSCIENTEMENTE HUMANO
Existen suficientes razones para creer que la estructura física del cerebro es un factor importante en la individualidad humana. A pesar de que la investigación aún no ha encontrado ninguna diferencia celular, molecular o fisiológica entre la estructura del cerebro humano y el de los animales, los neurobiólogos están logrando un progreso significativo en la cuestión de la conciencia y la singularidad humana.
Naturalmente, la ciencia dominante es una empresa materialista y, por lo tanto, se limita a explorar los aspectos físicos y visibles de las funciones mentales. Una dimensión espiritual no tiene cabida dentro del terreno de la hipótesis científica. No obstante, lo que la neurociencia nos está revelando es que el cerebro físico posee la capacidad única para integrar la información de tal manera que genere una conciencia propia, así como individualidad. Nos está diciendo que lo que somos tiene más que ver con las elecciones que tomamos que con cualquier otro instinto que poseamos.
El profesor Joseph LeDoux del Centro de Ciencias Neurológicas de la Universidad de Nueva York describe gran parte de nuestro entendimiento actual en «Synaptic Self: How Our Brains Become Who We Are» (2002) [«El yo sináptico: Nuestro cerebro se convierte en quienes somos»]. LeDoux cree que la investigación del cerebro está mostrando que la fisiología del cerebro, la sinergia de las conexiones sinápticas entre las neuronas, es la que produce la autoconciencia humana, la conciencia de ser una persona.
Con ello LeDoux amplía una «revolucionaria hipótesis» postulada hace una década por el laureado premio Nóbel, Francis Crick, y su colega, Christof Koch; concretamente, que el comportamiento y la conciencia humana parecen encontrar su base fisiológica dentro de la red de conexiones entre las células cerebrales. Al escribir el libro Una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI (The Astonishing Hypothesis), Crick extrapoló la investigación relacionada con la percepción visual humana para concluir que la individualidad humana se basa en el «patrón complejo y siempre cambiante de interacciones de miles de millones de [neuronas] conectadas entre sí de tal manera que, en sus detalles, son únicas para cada uno de nosotros».
Si bien reconocía que la conciencia es una propiedad inexplicable, Crick anticipó que una investigación más a fondo localizaría con exactitud el lugar fisiológico del libre albedrío, posiblemente en el tejido neural ubicado justo detrás de la frente. Al seguir con su punto de vista materialista —de que todo proviene de la materia y, por lo tanto, es físico— consideraba sorprendente que cualquiera pudiera pensar de otra forma. La idea de que la ciencia no terminara por disipar lo que él llamó «nociones confusas y populares» creadas por un pensamiento no científico era, para él, ridícula.
No fue sorprendente, entonces, que Crick declarara que una persona «no fuera más que el comportamiento de una vasta reunión de neuronas y sus moléculas asociadas».
LAS MARAVILLAS DE LA AUTOCONCIENCIA
Mientas que el mencionado tejido o «módulo» del libre albedrío se mantiene oculto, está surgiendo un entendimiento más preciso de la forma en que se integra la información en todo el cerebro. Al llevar la conocida frase de «pienso, luego existo» de René Descartes a su siguiente paso lógico, LeDoux busca explorar las complejidades de «¿Como sé que pienso?». Al centro de esta búsqueda evasiva se encuentra el concepto de «identidad propia». Todos los animales tienen una identidad propia, pero sólo algunos son autoconscientes, afirma LeDoux. «La existencia de una identidad propia es un aspecto concomitante del ser animal», considera él. «En otras palabras, todos los animales tienen una identidad propia, sin importar si poseen la capacidad de la autoconciencia».
Al llevar la conocida frase de «pienso, luego existo» de René Descartes a su siguiente paso lógico, LeDoux busca explorar las complejidades de «¿Como sé que pienso?».
LeDoux describe esta capacidad de la autoconciencia como la integración de lo que él denomina el ser implícito, el funcionamiento interior e inconsciente del cerebro, y el ser explícito, nuestro conocimiento consciente de nosotros mismos.
A través de la herencia y la experiencia todo cerebro humano desarrolla un «programa» único. Este «programa» permite a nuestra mente funcionar físicamente; percibimos, integramos, almacenamos y recuperamos información, todo ello sin darnos cuenta de que lo estamos haciendo. Debido a que el procesamiento de esta miríada de conexiones sinápticas y la memoria que éstas almacenan es inconsciente, LeDoux lo denomina implícito, un proceso oculto. Ésta es la «identidad propia» que LeDoux considera se encuentra en todos los animales.
Por otro lado (nuestro entendimiento de quiénes somos), es decir, la forma en que nos describimos o nos vemos conscientemente a nosotros mismos, se trata de nuestro ser explícito. Es nuestra visión personal de nosotros mismos creada a través de lo que LeDoux denomina «la memoria de trabajo». Es aquí donde se integra la información sensorial y se analiza junto con la memoria: el lugar donde la mente implícita se encuentra con el mundo. El resultado es una conciencia consciente y la capacidad para conectar el pasado con el presente, lo cual define la toma de decisiones del ser humano.
La charla sináptica que resulta en nuestra visión consciente de nosotros mismos es desconcertantemente compleja. Imagine a las neuronas del cerebro como teléfonos celulares através de todo el planeta. Después imagine a cada teléfono celular enviando un tono a todos los demás al mismo tiempo y que el resultado no es un graznido carente de tono sino una sinfonía.
La investigación sobre el procesamiento de la información sensorial junto con la memoria a corto y a largo plazo, todo ello conectado a través del espacio sináptico, muestra que todas las áreas del cerebro quedan engranadas de manera simultánea. Con un promedio de 1,400 cm3, el volumen del cerebro humano es de sólo aproximadamente 1.4 litros (el equivalente a seis o siete tazas de café). Sin embargo, la cantidad de tráfico sináptico que atraviesa constantemente ese espacio es enorme. Como sucede con la sinfonía que imaginó antes, somos realmente mucho más que la suma de nuestras partes (mentales).
La forma en que el ser explícito surge en realidad del implícito sigue siendo un misterio, pero LeDoux nos ofrece su mejor cálculo: «La vida requiere muchas funciones cerebrales, las funciones requieren sistemas y los sistemas están hechos de neuronas conectadas sinápticamente. Todos tenemos los mismos sistemas cerebrales y el número de neuronas en cada sistema cerebral es más o menos el mismo; sin embargo, la forma particular en que esas neuronas se conectan es distinta y esa singularidad, en resumen, es lo que nos hace quienes somos».
USTED ES LO QUE PIENSA
Tan compleja como es la ciencia, la conclusión es más que obvia: somos el producto de nuestros pensamientos. «Si un pensamiento es un patrón de actividad neural en una red», explica LeDoux, «no solamente puede causar que se active otra red, sino que también puede causar que otra red cambie, que sea plástica».
Tan compleja como es la ciencia, la conclusión es más que obvia: somos el producto de nuestros pensamientos.
Esta plasticidad puede ser una situación tanto aterradora como alentadora. La forma en que elegimos comportarnos y pensar, y lo que elegimos ver y aceptar en nuestra mente, afecta no sólo la realidad presente, sino también (implícitamente) la programación de nuestro cerebro. Tenemos la capacidad para condicionarnos a nosotros mismos; nuestro carácter está bajo nuestro propio control. «Con pensamientos facultados de esta manera», observa LeDoux, «podemos empezar a ver cómo nuestra forma de pensar sobre nosotros mismos puede tener una poderosa influencia en nuestra manera de ser y en lo que nos convertimos». En otras palabras, la ciencia está empezando a reconocer que somos, en un mayor o menor grado, personalmente responsables de lo que somos y en lo que nos convertimos. Ello nos recuerda algo que dijo Salomón hace casi 3,000 años: «Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él» (Proverbios 23:7).
¿MALDICIÓN O BENDICIÓN?
LeDoux observa que «la imagen que uno tiene de sí mismo se autoperpetúa». Sin embargo, algunos encuentran peligrosa esta autoperpetuación: cuando las cosas van mal, con frecuencia las personas van de mal en peor. Algunos sienten que nuestra individualidad es lo que ha llevado a las contiendas y conflictos evidentes a lo largo de la historia humana y, como resultado, trabajan bajo una sensación de desesperanza. ¿Es en realidad la singularidad de la «identidad» una maldición? ¿Servirá sólo para crear barreras entre las personas y cualquier otra forma de vida?
Ésa es la opinión expresada por la ganadora del Premio Pullitzer, Annie Dillard. Al hablar de las características únicas de la conciencia humana, LeDoux cita Pilgrim at Tinker Creek [Peregrino en Tinker Creek] de Dillard: «Es irónico que lo único que todas las religiones reconocen como lo que nos separa de nuestro creador —nuestra misma autoconciencia— se trate también de lo único que nos separa de nuestro prójimo».
Sin embargo, ésta es una conclusión desafortunada y errónea. Aun cuando la ciencia ahonde con más profundidad en lo que es ser fisiológicamente humano, permanece una pregunta aún mayor: ¿Existe algún propósito en esta singular maleabilidad humana que nos hace tan diferentes de los animales? Aunque la ciencia materialista nos asegura que los procesos evolutivos son los responsables de nuestra estructura mental, muchos biólogos no se encuentran satisfechos con la explicación darviniana para la pregunta de cómo la mente humana se convirtió en algo único entre los mamíferos. ¿Por qué evolucionaron estas funciones? Ésta es una pregunta que LeDoux reconoce que «concierne hechos históricos que no son fáciles de comprobar científicamente».
¿Existe algún propósito en esta singular maleabilidad humana que nos hace tan diferentes de los animales?
La respuesta requiere replantear la afirmación de Dillard. ¿Las diferencias y cualidades únicas que separan a la raza humana del resto de la creación son en realidad una maldición? ¿O es nuestra conflictiva existencia el resultado de algo más? La hipótesis verdaderamente sorprendente es que, de hecho, estas cualidades de conciencia, autoconciencia y flexibilidad posibilitan que los humanos puedan forjar una relación adecuada tanto con el resto de la creación como con el Creador.
Es alentador comprender que la mente humana tiene la capacidad para cambiar. No estamos destinados a un futuro rígidamente programado ni tampoco inevitablemente predestinados a una carrera cuesta abajo. Experimentamos, aprendemos y actuamos. Tenemos la capacidad para evaluar las consecuencias de nuestro comportamiento. LeDoux reconoce que nuestra fisiología no nos condena. «No significa que simplemente seamos víctimas de nuestro cerebro y que nos debamos rendir a nuestros impulsos», afirma. «Significa que la causalidad llevada a la práctica [la cascada del pensamiento hasta la acción] es a veces un trabajo duro. El hacer lo correcto no siempre proviene por naturaleza de saber qué es lo correcto».
Si bien los procesos inconscientes que se encuentran subyacentes en el cambio pueden ser desconocidos para la ciencia (y pueden ocurrir en formas que yacen más allá de la habilidad de las ciencias para analizar minuciosamente), la conclusión inevitable es que no somos organismos que viven por instinto. Nacemos sin saber quiénes somos, aprendemos y, al hacerlo, comenzamos a tomar decisiones que determinarán nuestro carácter y nuestros valores. De hecho, un futuro exitoso depende del desarrollo de un carácter sensato. No obstante, esto sólo se puede lograr de manera individual.
La capacidad otorgada por Dios para cambiar nuestro carácter desde nuestro interior no es divisiva. Tampoco es una maldición. De hecho, es el regalo más grandioso de nuestro Creador. La Biblia se refiere a este tipo de cambio como arrepentimiento: admitir que estamos equivocados y elegir, con la ayuda de Dios, comportarnos de forma distinta. El apóstol Pablo escribió que es la bondad del Señor la que nos guía al arrepentimiento (Romanos 2:4).
Hace mucho tiempo Dios dio a la humanidad un conjunto de leyes que sirvieran como un sistema reglamentario frente al cual pudiéramos evaluar nuestras decisiones. Esas leyes fueron pensadas para internarse en toda mente humana (Deuteronomio 6:6-8), permitiéndonos ser personalmente responsables de nuestras acciones. Cada quien cosechará los resultados de las elecciones que tome. Como el profeta Ezequiel escribió: «El hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él» (Ezequiel 18:20).
Los escritores de la Biblia no eran neurocientíficos; de hecho, poseían un pequeño (sino es que un nulo) entendimiento fisiológico, pero transmitieron un poderoso mensaje referente a cómo se debía establecer el marco moral de la mente. Cuando nosotros, como individuos, comencemos a hacer uso de las normas de nuestro Creador al evaluar y ordenar los fundamentos de nuestro carácter, encontraremos una satisfacción que de otra manera es inevitable. El apego a esas normas resultará en la edificación y el mantenimiento de hogares mentales bien amueblados y armoniosos, cada uno individual y único, pero cada uno compatible y en paz con todos los demás.