En Busca del Perdón de Dios
Incluso las religiones están en desacuerdo sobre cómo definir el perdón y los sistemas de creencias que afirman estar basados en la Biblia tienen puntos de vista significativamente divergentes respecto a este tema fundamental. Entonces, ¿qué es lo que sí dice la Biblia al respecto?
El perdón es una cuestión cada vez con mayor auge en un mundo que lucha con el impacto personal de las guerras actuales y recientes, la violencia intrafamiliar, el robo, la traición, el engaño, el abuso y el asesinato… y la lista no termina allí, porque todo lo que necesita perdón abarca todos los males del ser humano, aquello que la Biblia define como «pecado». Incluso esta problemática palabra es una razón para empezar por ponerse de acuerdo en cuanto a la terminología o, de lo contrario, será imposible lograr claridad desde una perspectiva bíblica acerca del perdón y de todo lo relacionado con él. Sin un lenguaje en común, lo mejor que podremos hacer será hablar en términos de propósitos mezclados.
¿Qué dice la Biblia acerca del pecado, el arrepentimiento y el perdón? ¿Quién es quien perdona, Dios, la víctima, ambos? ¿Qué significa tomar el otro camino (el arrepentimiento)? ¿Y qué es exactamente el pecado?
Definir el pecado es elemental para determinar qué es aquello que necesita perdón, por qué, cómo y de parte de quién. Los primeros líderes de la Iglesia del Nuevo Testamento tienen mucho que decir acerca del tema y la base de su entendimiento son las Escrituras Hebreas y las enseñanzas de Jesús de Nazaret. El apóstol Juan lo explica de esta forma: «Toda injusticia es pecado» (1 Juan 5:17), es decir, que el pecado es lo contrario a la justicia, o lo contrario a la manera en que Dios haría las cosas si estuviera aquí. La Nueva Versión Internacional habla de «maldad» en lugar de injusticia.
«Toda maldad es pecado».
Juan nos dice también que «todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley» (1 Juan 3:4). En otras palabras, todo lo que no esté de acuerdo con la norma establecida por Dios está fuera de su ley, es «maldad» y, por lo tanto, es pecado; y la composición de esa ley lleva al entendimiento de que el pecado fluye ampliamente en dos direcciones: en contra de Dios y en contra de nuestros semejantes. Siempre que las personas actúan en sentido contrario a esa ley, pecan específicamente en contra de Dios o del hombre y, con frecuencia, de ambos. El pecado, por definición, daña las relaciones y a las personas.
Una de las cosas que impactaban muy fuertemente al apóstol Pablo acerca de la condición humana en el mundo grecorromano del siglo primero era que hombres y mujeres «estimaron que no valía la pena tomar en cuenta el conocimiento de Dios». El resultado de esa relación dañada era que Dios no tenía más opción que permitir que las consecuencias siguieran su cauce. Así, de acuerdo con Pablo, Dios «los entregó a la depravación mental, para que hicieran lo que no debían hacer» (Romanos 1:28, NVI). Rehusarse a reconocer la existencia de Dios condujo inevitablemente a una mente incapaz de discernir lo correcto de lo incorrecto bajo los términos de Dios y a la incapacidad de resistir la atracción del egoísmo de la naturaleza humana. El resultado es una lista de malos actores y conductas de la peor clase, personas que practican «toda clase de maldad, perversidad, avaricia y depravación… envidia, homicidios, disensiones, engaño y malicia». Son «chismosos, calumniadores, enemigos de Dios, insolentes, soberbios y arrogantes; se ingenian maldades, se rebelan contra sus padres; son insensatos, desleales, insensibles, despiadados» (versículos 29–31).
Una vez más encontramos una infracción de la ley en dos direcciones: hacia Dios y hacia el hombre. Así, el pecado es todo aquello que infrinja la ley y que se relacione con cualquier parte.
En el sistema de justicia de Dios, todo pecado conlleva una condena. Se puede recibir misericordia, pero siempre habrá un precio que pagar. Debido a que todo ser humano que ha vivido ha pecado, cada individuo arrastra la condena correspondiente (la muerte eterna) hasta que de alguna manera le sea removida. A diferencia de los sistemas de creencias de otras religiones, algo único de este sistema bíblico es la muerte de un ser perfecto en un sacrificio voluntario para pagar la pena por el pecado en lugar del pecador. Pablo lo explicó a la congregación en Roma diciendo que «Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos… Mas Dios mostró su amor para con nosotros, en que aún siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Romanos 5:6, 8). Él murió para reconciliar a la humanidad con Dios Padre al quitar del camino la pena de muerte y el pecado que impide una buena relación con Él. Una vez hecho eso, los seres humanos son libres de desarrollar el tipo de relación que produce sólo resultados benéficos.
…PERDONAR ES DE DIOS
La Biblia habla de perdonar a otros y de Dios perdonando a los seres humanos. Existe una diferencia entre ambas acciones. En primer lugar, ¿qué comprende el perdón de Dios? ¿Cómo es que Dios borra la pizarra de todo pecado?
A manera de ejemplo, ¿qué hace Él en el caso de la persecución y asesinato de un inocente? ¿Sólo se necesita que la víctima o la familia de la víctima lo pidan y Dios concederá el perdón al perpetrador? ¿Acaso el culpable no necesita hacer nada?
Muchos toman las palabras de Jesús al momento de la crucifixión, «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34), como prueba de que todo lo que se necesita para que otros sean perdonados es la solicitud de la víctima; sin embargo, siete semanas después de ese terrible asesinato, el apóstol Pedro le dijo a la audiencia de algunos de los perseguidores de Cristo ahora arrepentidos que aún tenían que arrepentirse; es decir, que no estaban perdonados. Lo que Jesús dijo no significó un perdón automático; sus palabras se relacionaban más con su actitud hacia sus perseguidores que con una solicitud de que Dios pasara por alto la necesidad de arrepentimiento. A partir del relato de Hechos es claro que se necesita el reconocimiento de los actos indebidos y el arrepentimiento para que tenga lugar el perdón. Esto incluye también el reconocimiento de su culpabilidad en la muerte de Jesús y de los pecados cometidos a lo largo de su vida. Pedro les dijo a quienes le escuchaban: «Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo».
El relato continúa diciendo: «Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hechos 2:36–38).
La reconciliación con el Padre es el resultado de aceptar la muerte de Cristo en lugar del pecador, el reconocimiento de la injusticia y error de parte del pecador, así como el deseo de vivir de la manera correcta. El sacrificio de Cristo por el pecado no puede aplicarse en un sentido específico sino hasta que exista esta clase de arrepentimiento individual y auténtico, respaldado por un esfuerzo sincero de encaminarse en la dirección correcta.
El Evangelio de Lucas incluye tres parábolas que hablan del arrepentimiento (Lucas 15) y que describen la alegría de Dios cuando una persona se vuelve para seguir por el camino correcto. Jesús creó esas historias alrededor del concepto de lo perdido y luego encontrado.
El primer ejemplo se relaciona con una sola oveja perdida que su propietario sale a recuperar. Una vez encontrada, regresa con ella a casa y llama a sus vecinos «diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido. Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento» (versículos 6–7). Jesús relaciona el relato con el regocijo en los cielos por el arrepentimiento. En otras palabras —una vez más—, los pecadores son perdonados en parte a través del arrepentimiento.
El punto se enfatiza en el segundo ejemplo; esta vez se trata de la pérdida de riqueza en la forma de dinero. Una mujer que ha perdido una moneda de plata la encuentra y «reúne a sus amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido. Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente» (versículos 9–10).
Así, se emplean animales y dinero perdidos para señalar el hecho de que, una vez encontrados, hay felicidad, de la misma forma en que Dios se regocija cuando los seres humanos perdidos son «encontrados» en el arrepentimiento.
El tercer ejemplo lo enfatiza aún más y habla directamente de un hijo perdido, un padre, el arrepentimiento y la alegría; se le conoce como la parábola del hijo pródigo.
Jesús dijo: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde». Así lo hizo el padre y su joven hijo se fue y despilfarró toda su herencia, hasta que terminó buscando trabajo y alimentando a los cerdos, pero aun así no podía ganar lo suficiente para alimentarse. «Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros». Cuando regresó a casa, su compasivo padre corrió a su encuentro, le dio la bienvenida con los brazos abiertos y les dijo a sus sirvientes: «Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse» (versículos 11–24).
Esta vez se deja al lector que haga la conexión entre el padre de la historia y el Padre en los cielos, quien está listo para perdonar y regocijarse cuando los seres humanos se arrepienten. Observe que el hijo «volvió en sí» y le dijo a su padre: «He pecado contra el cielo y contra ti». Observe también que el padre corrió a su encuentro una vez que su hijo había comenzado el proceso de arrepentimiento.
Esta parábola también presenta una advertencia en su conclusión acerca de cuán fácil es pecar en contra de los demás seres humanos al no perdonar cuando ya se han arrepentido ante Dios: Cuando el hijo mayor regresó de trabajar en el campo, un sirviente le dijo que su hermano había regresado y que su padre había realizado una fiesta para celebrarlo, pero el hijo mayor resentía el hecho de que su caprichoso hermano recibiera un trato especial cuando él mismo siempre había trabajado duro y obedecido a su padre, y sin embargo nunca le habían honrado de tal forma. El padre le explicó: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado» (versículos 25–32). El hermano mayor estaba totalmente ensimismado. Aquí Jesús les mostró a los líderes religiosos que le rodeaban que eran culpables de fariseísmo y falta de compasión. El relato de Lucas inicia la escena diciendo: «Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos come» (versículos 1–2).
Las tres parábolas de Jesús también están diseñadas para mostrar a los líderes religiosos que Dios se preocupa por la felicidad de todos al encontrar perdón cuando regresen al buen camino. Como Pedro escribió en otra parte: «El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2 Pedro 3:9).
«SI TU HERMANO PECARE CONTRA TI»
Poco después de las tres parábolas, Lucas registra la enseñanza de Jesús acerca de los pecados que los humanos cometen entre sí. Analicemos de cerca el otro aspecto de la transgresión, aquél que no concierne directamente a Dios, sino a nuestros congéneres, a nuestro prójimo. Jesús dijo: «Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale» (Lucas 17:3–4).
«Si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial».
Esto tiene que ver con las responsabilidades del pecador y de aquél contra quien se ha pecado. Observe que el arrepentimiento, un cambio en el corazón y de dirección, aún forma parte de la ecuación para el pecador, así como el perdón o la reconciliación corresponden a la persona en contra de la cual se ha cometido la ofensa. La palabra perdonar aquí en el griego original es aphiemi. El sustantivo relacionado aphesis significa «perdón, liberación, remisión» o «condonar una deuda financiera». El perdón en este contexto se puede relacionar con la liberación y condonación que acompañan al término de una deuda.
El Evangelio de Mateo contiene más enseñanzas sobre el tema para los seguidores de Jesús: «Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano» (Mateo 18:15–17).
Existe un corte en la comunicación en este punto, cuando no se escucha y, por tanto, no hay arrepentimiento.
Lo que dijo Jesús provocó que Pedro deseara realizar una pregunta común: «Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?» Jesús le dijo: «No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete» (versículos 21–22).
Por supuesto, Jesús no se refería a 490 veces, sino a que siempre debemos perdonar ante la presencia de una actitud de arrepentimiento. Algunas personas dirán: «Perdono, pero no olvido»; en otras palabras, no perdonan, sino que albergan malos sentimientos. La verdad acerca de Dios es que cuando Él perdona, se borra el registro. «Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana» (Isaías 1:18). Además, «tan lejos de nosotros echó nuestras transgresiones, como lejos del oriente está el occidente» (Salmo 103:12, NVI). Así que todos debemos perdonar y olvidar cuando existe un espíritu de arrepentimiento. Por supuesto, debemos aprender de la experiencia, pero por separado del pecador.
«Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas».
Empero ¿qué sucede si no hay indicios de arrepentimiento? Entonces, ciertamente no tenemos permitido guardar rencillas. No es de sorprender que la ley dada al antiguo Israel acerca de ello sea muy similar a la enseñanza del Nuevo Testamento: «No aborrecerás a tu hermano en tu corazón; razonarás con tu prójimo, para que no participes de su pecado. No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo Jehová» (Levítico 19:17–18). «Guardar rencor» es la traducción del hebreo natar, que significa «mantener o conservar el enojo». No guardar rencillas da lugar a un estado mental que está listo y dispuesto a perdonar. El objetivo es la reconciliación, pero si no puede haber reconciliación, se debe mantener una actitud que muestre disposición para el perdón. No puede haber excusa para retener un espíritu y una actitud de perdón hacia los demás.
Jesús habló del tema del «enojo que necesita encontrar un final» en su Sermón de la Montaña: «Pero yo les digo que todo el que se enoje con su hermano quedará sujeto al juicio del tribunal. Es más, cualquiera que insulte a su hermano quedará sujeto al juicio del Consejo. Pero cualquiera que lo maldiga quedará sujeto al juicio del infierno. Por lo tanto, si estás presentando tu ofrenda en el altar y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar. Ve primero y reconcíliate con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda» (Mateo 5:22–24, NVI).
PERDONAR Y SER PERDONADO
Como se señaló al principio, el perdón humano y el perdón de Dios tienen sus diferencias. La principal de ellas es que no podemos aplicar el sacrificio de Jesús a los pecados de alguien más. De acuerdo con la Oración del Señor, que en realidad es un modelo de oración, debemos pedir el perdón de Dios con regularidad, así como debemos perdonar con regularidad a otros que hayan pecado contra nosotros; sin embargo, la naturaleza humana va en sentido contrario a las convicciones de una mente enfocada en Dios. Como señaló Pablo: «Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí» (Romanos 7:21). Él también sabía que con su propia fuerza no siempre podía hacer lo correcto, sino que tenía que escoger hacer lo correcto y lograrlo con la ayuda de Dios.
En tanto no actuemos basados en estas verdades respecto al perdón, desde una perspectiva bíblica no podremos tener una relación correcta con Dios.