Acción con Convicción

El relato de la vida de Jesús realizado por Lucas, el médico-biógrafo del siglo I, tiene su paralelo al continuar la historia de los primeros seguidores de Jesús. Lucas escribió no sólo el extenso Evangelio que lleva su nombre, sino también el segundo libro más largo del Nuevo Testamento: los Hechos de los Apóstoles.

Esta serie comienza con la mención del relato anterior donde se indica que la historia continúa y está dirigido a un hombre llamado Teófilo. Lucas ya había escrito su Evangelio para la misma persona, cuyo nombre significa «amado de Dios». Éste es un término general que se refiere a los posteriores seguidores de Jesús o es el nombre de un converso específico y quizá el benefactor del autor. Lucas reconoció que otros que «lo vieron con sus ojos y fueron ministros de la palabra» habían producido relatos similares, pero «me ha parecido también a mí, después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribírtelas por orden... para que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido» (Lucas 1:3–4).

Al parecer la segunda parte del escrito no tenía título, sino que se le trataba simplemente como la continuación del relato anterior de Lucas. El primer registro de su nombre proviene de mediados del siglo II, cuando se le aplicó la palabra griega Praxeis (Hechos). No fue sino hasta después que se extendió a Praxeis Apostolon (Hechos de los Apóstoles). Los griegos, cuyo idioma fue la lingua franca del mundo romano, utilizaban la palabra praxeis para describir los logros de las figuras de liderazgo.

Si el primer título del libro era simplemente Hechos, ¿de los hechos de quién hablaba Lucas? A partir del nombre por el que lo conocemos uno podría pensar que el relato celebra sólo los logros de los apóstoles. Algunos han dicho incluso que en realidad el enfoque es únicamente en los logros de Pedro y Pablo, pero, como veremos enseguida, muchos otros individuos también hicieron grandes hazañas.

El formular la pregunta «¿Los hechos de quién?» nos permite enfocarnos en el punto central de Lucas: que los hombres y mujeres facultados por Dios logran más de lo que jamás se podrán imaginar. Así, en realidad son los hechos de Dios a través de seres humanos los que quedan demostrados a lo largo del libro. Debido a que se trata de personas y no principalmente de una declaración de fe, el libro es un rico tapiz de esfuerzos humanos en el fascinante mundo multicultural del Imperio Romano del siglo I. Aquí vemos la fe en acción, la fe puesta en práctica. Lucas habla de los seguidores de Jesús como personas que practican «el Camino». No se les conoce como cristianos, sino como seguidores del estilo de vida que Jesús representaba. En esta serie podemos esperar encontrar ejemplos prácticos que nos sirvan de guía si deseamos emular a aquellos primeros seguidores.

EL PODER PARA LOGRAR PROEZAS

El libro de Hechos comienza con la narración de Lucas de los puntos esenciales de los últimos 40 días de Jesús sobre la tierra (Hechos 1:1–9). Cristo había demostrado Su resurrección de los muertos al hacer varias apariciones a Sus discípulos, al darles mandatos y al enseñarles acerca del Reino de Dios que está por venir. Debido a que Jesús había superado una muerte atroz perpetrada por los romanos, era comprensible que los discípulos esperaran que el reino de Dios se estableciera de inmediato, librándoles de sus opresivos caciques paganos. Pero Jesús les dijo que tenían que dirigir su atención al trabajo inmediato y no en el tiempo de la venida del Reino de Dios. Ellos debían esperar en Jerusalén hasta que recibieran al Espíritu Santo de Dios Padre que se les había prometido. Ese Espíritu les daría el poder para lograr grandes hazañas en todo el mundo para el servicio de Jesús, quien pronto volvería con Su Padre. Su desaparición de la tierra mediante Su ascensión desde el Monte de los Olivos seguramente les tomó por sorpresa, a pesar de la advertencia que Él les había hecho la noche anterior a Su muerte (Juan 14:25–29; 16:16); mas fueron tranquilizados por seres angelicales que les dijeron que Jesús regresaría un día tal y como se había marchado (Hechos 1:10–11).

Con estas palabras de aliento en sus oídos los discípulos regresaron a Jerusalén. Junto con la madre de Jesús, María, Sus hermanos y varias mujeres, esperaron en oración tal y como se les había indicado. Durante su espera, por sugerencia de Pedro, eligieron a un reemplazo para el traidor de Jesús, Judas Iscariote, quien había muerto por su propia mano. Durante los tres años anteriores muchos otros hombres se habían convertido en seguidores de Jesús. Algunos de ellos acababan de ser testigos de Él como un ser resucitado. Después de elegir a dos de ellos los once discípulos restantes pidieron la dirección de Dios y, después de echar suertes, se eligió a Matías (Hechos 1:12–26).

En el día santo hebreo del Shavuot (la Fiesta de las Semanas), aproximadamente 10 días después de la ascensión de Jesús, la espera de los discípulos recibió su recompensa. De repente, temprano por la mañana, la casa en donde se encontraban reunidos fue sacudida como por un fuerte viento que soplaba y lo que parecía una lengua de fuego se asentó en la cabeza de cada uno. Lucas registra que en ese momento fueron llenos del Espíritu Santo y recibieron la habilidad temporal de hablar en otras lenguas inteligibles (Hechos 2:1–4).

LOS VISITANTES DE JERUSALÉN

La Fiesta de las Semanas, que se celebraba 50 días después de la temporada de Pascua, también se conocía como Pentecostés (que significa «el quincuagésimo día» en el idioma de la Septuaginta —la traducción griega de la Biblia Hebrea de esa época). El día santo traía a Jerusalén a muchos judíos y a convertidos al judaísmo desde una amplia área geográfica. Lucas menciona a visitantes de 15 lugares diferentes, del Imperio Parto y Arabia hasta el norte de África y Roma. Cuando algunos escucharon el sonido del fuerte viento se reunieron afuera de la casa preguntándose qué estaba sucediendo. Quedaron aún más atónitos y perplejos cuando escucharon que los discípulos hablaban muchos idiomas. Cada grupo escuchaba en su propio idioma lo que los apóstoles estaban explicando acerca de las grandes obras de Dios. Algunos sólo podían pensar que quienes hablaban estaban ebrios (Hechos 2:5–13).

El público ese día era un microcosmos de aquéllos que serían alcanzados por las buenas nuevas que el apóstol Pedro estaba por proclamar. El que los hijos de Israel, y en particular esa rama conocida como judía, ya no serían los únicos en ser designados como el pueblo de Dios ya estaba predestinado. Los profetas de la antigüedad habían hablado de Dios como el Dios de los pueblos gentiles, ajenos a los hijos de Israel. Se había anunciado que el nacimiento de Jesús traería gran alegría «para todo el pueblo» (Lucas 2:10, énfasis añadido a lo largo de todo este párrafo). En su Evangelio, Lucas había relatado la bendición de Simeón al niño. El hombre se había referido al bebé como «luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel» (consulte Lucas 2:32 e Isaías 42:6). Más tarde, como adulto, Jesús había sido reconocido por los samaritanos (que eran bastante despreciados por los judíos) como «el Salvador del mundo» (Juan 4:42). Había predicado principalmente en la «Galilea de los gentiles» (Mateo 4:15), donde se sentía el efecto del comercio entre este y oeste, donde las naciones se mezclaban y donde ocurría la fecundación cruzada de ideas y culturas. Justo antes de Su ascensión Jesús había comisionado a los discípulos para que fueran testigos de Él «hasta lo último de la tierra» (Hechos 1:8; consulte también Mateo 28:19). Y ahora en Pentecostés los adeptos al judaísmo de muchas tierras gentiles, incluyendo a los árabes (Hechos 2:11), habían sido los primeros en escuchar acerca de la muerte y la resurrección de Jesús y de la venida del Espíritu Santo ese día.

Y además, como veremos enseguida, no todos los primeros seguidores de Jesús entendieron que Dios estaba abriendo el camino para que toda la humanidad pudiera conocerle.

EL MENSAJE DE PEDRO

Pedro comenzó su explicación negando que él y sus colegas hubieran bebido demasiado (no eran sino las nueve de la mañana). En lugar de eso, dijo, se había cumplido una antigua profecía hebrea. El profeta Joel del siglo IX a.C. había escrito de un día en el que Dios iba a derramar «de [Su] Espíritu sobre toda carne». Ése sería el inicio de la era final de la historia de la humanidad antes del establecimiento del Reino de Dios en la tierra (consulte Hechos 2:17–21 y Joel 2:28–32). Pedro señaló que el milagro de hablar en otras lenguas era prueba de la venida del Espíritu Santo a la humanidad. Continuó explicando en los términos más atrevidos que el bien conocido obrador de milagros, Jesús de Nazaret, recientemente crucificado por los romanos a insistencia de los líderes religiosos judíos de Jerusalén, ahora se encontraba vivo gracias a la resurrección.

Quizá al reconocer la tradición judía de que el Rey David había muerto en la Fiesta de las Semanas alrededor de mil años atrás Pedro les recordó que la tumba del monarca estaba allí en Jerusalén para que todos la vieran; pero Jesús, el hijo de David y el Mesías que habría de venir, estaba vivo, liberado de la muerte, como el mismo rey había profetizado (Hechos 2:22–32 y Salmo 16:8–11). Además, los restos de David se encontraban aún en su tumba; no estaba en el cielo. Por otro lado, Jesús, a quien habían crucificado, está allí en este momento y ha enviado al Espíritu Santo del Padre.

La audiencia quedó profundamente conmovidos al hacerles notar que ellos habían sido cómplices en la muerte de un hombre inocente, un hombre que había pagado el mayor precio por los pecados de cada uno de ellos. Preguntaron a los apóstoles qué podían hacer para enmendarlo. Pedro les instruyó que debían ser bautizados por inmersión en el agua como símbolo de su disposición a ser lavados de toda clase de pecados y para recibir el don del Espíritu Santo que les ayudaría a vivir de acuerdo con el camino de Dios (Hechos 2:38). El mismo camino se abriría a partir de ese momento a todos aquéllos a quienes Dios llame para un entendimiento del pecado personal y del precio que Jesús había pagado por toda la humanidad.

LA IGLESIA DEL NUEVO TESTAMENTO FLORECE

Debido al llamado de Dios ese día cerca de tres mil personas fueron bautizadas por inmersión en agua y se unieron a los apóstoles y a otros seguidores de Jesús. Surgió un nuevo dinamismo a través de todo el grupo y, como Lucas expresó, «perseveraban en la doctrina de los apóstoles [es decir, predicando] y en la comunión unos con otros» (Hechos 2:42). Los milagros continuaban y la gente compartía sus bienes de manera que nadie tuviera necesidad. Había ánimo y convicción. Los discípulos estaban unidos en una misma mente mientras continuaban con su vida diaria, en el templo y visitándose los unos a los otros en su hogar. La Iglesia comenzó a florecer.

Fue en el templo donde la joven Iglesia enfrentó su primer reto. Los apóstoles Pedro y Juan habían ido allí a la hora de la oración, a las tres en punto de la tarde, y un cojo de nacimiento que regularmente pedía limosna en una de las puertas se encontraba allí como era lo usual. Este hombre pidió dinero a Pedro y a Juan. Pedro le dijo: «Míranos… No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda» (Hechos 3:4, 6). Pedro lo levantó de su mano derecha y los pies y tobillos se le fortalecieron. De inmediato saltó y pudo caminar. Causó una gran conmoción entre la gente cuando entró al templo y fue reconocido como el hombre que había estado cojo por más de 40 años.

El asombro de la multitud brindó a Pedro la oportunidad de explicar lo que había sucedido y por qué. Repitió parte de su mensaje de Pentecostés diciendo que habían sido cómplices por ignorancia en la muerte de Jesús y que aún así había sido por fe en el nombre del Jesús resucitado que el cojo ahora podía caminar. Lo que necesitaban era cambiar su manera de vivir y bautizarse, de manera que pueda ser borrado el castigo por sus pecados. Les dijo que Jesucristo regresaría a la tierra cuando iniciaran los «tiempos de restauración» que habían sido profetizados. Con ello se refería al tiempo cuando el Reino de Dios viniera a la tierra y el mandato del hombre fuera remplazado por el mandato de Dios. Pedro les recordó que Moisés había profetizado del tiempo en que vendría un gran Profeta. Ese hombre, dijo, era Jesús de Nazaret. Así como Su muerte había sido profetizada y realmente ocurrió, así también Su promesa de volver se cumpliría. Ambos acontecimientos debían entenderse como una bendición para toda la humanidad (Hechos 3:12–26).

Los apóstoles actuaban conforme a lo que creían, pero cuando los sacerdotes y los saduceos les escucharon hablar acerca de Jesús y de la resurrección de los muertos, se disgustaron. Debido a su afiliación al partido religioso los sacerdotes eran en su mayoría saduceos, quienes no creían en la resurrección de los muertos. Era de entender entonces que el grupo temiera a la influencia de los apóstoles sobre el pueblo. Acompañados por el jefe de la guardia del templo arrestaron a Pedro y a Juan y los encarcelaron hasta el día siguiente, cuando serían interrogados por las autoridades judías. En cuanto a la gente que había escuchado y respondido a Pedro y a Juan, Lucas menciona que el número —únicamente de varones— llegaba a los cinco mil, ya fuera del total en Jerusalén o específicamente debido al discurso de Pedro. Ése fue un crecimiento significativo.

EN TELA DE JUICIO

Cuando el sumo sacerdote, su familia y otros líderes llegaron juntos al día siguiente como el Sanedrín, o consejo religioso, preguntaron a los apóstoles por el poder de quién o en nombre de quién habían sanado al hombre cojo. Pedro osadamente dijo la verdad y recordó a los mismos líderes religiosos que habían enviado a Jesús a la muerte que era debido a Su resurrección y a la fe en Su nombre que el hombre ahora podía caminar. También enfatizó que no hay otro hombre por el cual los hombres puedan acercarse a Dios y ser salvos (Hechos 4:12).

Sabiendo que estaban atrapados por el conocimiento público del evidente milagro, los miembros del Sanedrín consultaron entre sí y decidieron refrenar a los apóstoles amenazándoles y prohibiéndoles hablar de nuevo en nombre de Jesús. Pedro y Juan se mantuvieron firmes e insistían en que debían dar testimonio de lo que sabían que era cierto.

Al permitírseles salir regresaron con sus compañeros y juntos oraron que Dios les diera mayor fuerza para hablar la verdad de Dios y para realizar milagros similares. Una vez más su lugar de reunión tembló y el Espíritu Santo les dio la facultad de estar unidos en la obra que tenían a la mano y de compartir sus pertenencias sin inconvenientes. Un hombre que había donado voluntariamente el producto de la venta de un terreno era un chipriota judío de nombre Bernabé. Lucas nos presenta a este hombre como el «Hijo de Consolación» y él jugaría un papel importante en la expansión del mensaje más allá de la tierra de los judíos.

CODICIA, MENTIRAS, MUERTE Y SANIDAD

Lucas contrasta el ejemplo de generosidad de Bernabé con el de Ananías y Safira, una pareja que también había decidido vender su propiedad y que había prometido entregar todo el producto de la venta como una ofrenda a la Iglesia, pero que había retenido una parte del dinero. El resultado, una vez que Pedro se reunió con ellos por separado, fue su colapso inmediato y luego su muerte. Fue una poderosa advertencia para la Iglesia para que no incumpliera sus compromisos para con Dios (Hechos 5:1–11).

«Pero hubo uno, llamado Ananías, que junto con Safira, su esposa, vendió un terreno. Este hombre, de común acuerdo con su esposa, se quedó con una parte del dinero y puso la otra parte a disposición de los apóstoles».

Hechos 5:1–2, Dios Habla Hoy

Al mismo tiempo la reputación de los apóstoles por hacer milagros era cada vez mayor, por lo que les llevaban a muchas personas que se encontraban física y mentalmente enfermas desde muchos kilómetros de distancia de Jerusalén. Esto no escapó a la atención del sumo sacerdote y de su partido saduceo. Pronto, Pedro y los apóstoles se encontraban de nuevo en prisión, sólo para escapar mediante una intervención angelical durante la noche. Para la mañana, sin que lo supieran las autoridades religiosas, se encontraban de regreso en el templo obedeciendo el mandato de Dios de hablar sin denuedo «todas las palabras de esta vida» (Hechos 5:20). Una vez más vemos que se trata de un modo de vida, un camino práctico que se enseña.

Cuando los alguaciles llegaron a la prisión para llevar a los apóstoles ante el sumo sacerdote quedaron asombrados al encontrar su celda vacía, aunque la puerta que los resguardaba aún estaba asegurada. Alguien llegó con las noticias de que los hombres liberados se encontraban en el templo predicando una vez más. Entonces llevaron a los apóstoles de regreso ante el consejo sin el uso de violencia por miedo a la gente. Al ser cuestionados por su desobediencia al mandato anterior de no predicar acerca de Jesús y de la complicidad de los gobernantes, los apóstoles respondieron de una forma aún más directa que Dios era el único a quien prestarían atención y no a los asesinos de Jesús. Pedro y los otros apóstoles respondieron: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5:29). Éste es un principio fundamental basado en la obediencia práctica a Dios cuando la otra opción es seguir los mandatos humanos que contradicen los mandamientos de Dios.

El consejo estaba furioso y comenzó a idear formas de asesinar a los apóstoles. Fue entonces que se impuso la sabiduría de uno de los miembros del consejo, un respetado fariseo y doctor de la ley llamado Gamaliel. Éste aconsejó que si los apóstoles eran enviados de Dios entonces sería inútil oponérseles, pero si en verdad eran simplemente hombres sin el respaldo de Dios, entonces fracasarían de cualquier forma. Al igual que otros alborotadores como Teudas y Judas el galileo habían sido reducidos a nada después de haber iniciado movimientos nuevos y populares, era sabio esperar hasta que estos hombres se diesen por vencidos. El consejo estuvo de acuerdo y, después de azotar a los apóstoles y de prohibirles una vez más que hablaran en nombre de Jesús, fueron nuevamente puestos en libertad (Hechos 5:33–42).

«Porque si este plan o acción es de los hombres, perecerá; pero si es de Dios, no podréis destruirlos».

Hechos 5:38–39, La Biblia de las Américas

INQUIETUDES PRÁCTICAS

Conforme la Iglesia continuaba desarrollándose se presentaron ciertos retos prácticos dentro de ella. Uno de tales retos parece haber sido un caso de discriminación en contra de las viudas griegas. Al parecer la provisión de fondos o de alimentos diarios entre los seguidores en Jerusalén era desigual y las viudas hebreas recibían un tratamiento preferencial. La disputa necesitaba la atención de los apóstoles. Su decisión no fue resolver el asunto por sí mismos, sino que la congregación propusiera a siete hombres respetables a quienes los apóstoles nombrarían para que se hicieran cargo de tales asuntos de organización.

Siete hombres fueron elegidos para lo que más tarde se convertiría en el papel de diácono —un líder local capaz— gracias a su reputación de estar llenos del Espíritu Santo y de sabiduría. Algo que es significativo es que todos tenían nombre griego y el último de la lista no era judío, sino un convertido al judaísmo de Antioquía en Siria. Esos hombres fueron Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás. Los apóstoles acordaron sabiamente que los hombres con estas características estarían menos propensos a discriminar a cualquiera de las viudas. Una vez que hubieron orado e impuesto las manos sobre los hombres, confiriéndoles autoridad para realizar el trabajo en cuestión, la Iglesia en Jerusalén no volvió a tener el mismo problema y de nuevo comenzó a crecer numéricamente. Incluso algunos miembros del sacerdocio se les unieron (Hechos 6:1–7).

Dos de estos siete hombres, Esteban y Felipe, nos serán más familiares conforme continuemos en el próximo número con la Segunda Parte de El Evangelio para el Siglo XXI: Los Apóstoles, «Más allá de Jerusalén».

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