Un Viaje Peligroso
El prisionero Pablo llega a Roma para una audiencia ante el famoso Nerón; pero lo que podría parecer el final de la historia es, en realidad, tan sólo otro comienzo.
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(PARTE 8)
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Pablo recibió la oportunidad de hablar ante Herodes Agripa II a través de circunstancias inusuales. Más de dos años después de su arresto por las autoridades romanas en Jerusalén debido a un disturbio que él no comenzó, había sido rescatado por esas mismas autoridades. Desde Claudio Lisias, el tribuno y comandante de la fortaleza de Jerusalén, hasta Félix y Festo, los siguientes gobernantes de Palestina, Pablo se había beneficiado de la custodia de protección de Roma. Sus acusadores, los líderes religiosos judíos, no habían demostrado culpabilidad alguna, aunque ya habían intentado asesinarle dos veces. Ahora, como ciudadano romano, apelaba al César. Festo estuvo de acuerdo, pero al carecer de una declaración precisa respecto al supuesto delito de Pablo, buscó consejo con Agripa, el gobernante de varios territorios al norte de Palestina.
Agripa deseaba escuchar de propia mano la historia de Pablo y rápidamente se organizó una audiencia. Al día siguiente, estando de pie delante del gobernante romano, Pablo comenzó su defensa. Hizo observaciones acerca de la familiaridad de Agripa con las costumbres y controversias judías, y dijo que se sentía afortunado de poder dirigirse a un hombre tan bien informado. Luego explicó su historial como un fariseo y su creencia en común con ellos respecto a la resurrección de los muertos, y que esa misma creencia era la razón de su arresto. Mencionó también su persecución a la iglesia primitiva, autorizada por el sumo sacerdote, y la experiencia que cambió su vida camino a Damasco, cuando Jesús se le apareció. La comisión que recibió a partir de ese momento fue la de predicar a los gentiles el mensaje de Jesús. Pablo invitó a Agripa a ver cómo le fue imposible hacer otra cosa que no fuera proclamar lo que Jesús le había ordenado: que las personas se convirtiesen a Dios y cambiaran su vida. Jesús había muerto, pero ahora estaba vivo como el salvador para el «pueblo y… los gentiles» (Hechos 26:1–23).
Fue entonces cuando Festo interrumpió, argumentando que Pablo estaba fuera de sí y que sus extensos conocimientos le habían vuelto loco. No, respondió Pablo, «hablo palabras de verdad y de cordura». Es más, «el rey sabe estas cosas» porque «no se ha hecho esto en algún rincón» (versículos 24–26); y dirigiéndose directamente al monarca, Pablo le preguntó con atrevimiento: «¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees».
La respuesta de Agripa fue un tanto cínica: «Un poco más y me convences a hacerme cristiano» (versículo 28, NVI). Pablo replicó que deseaba que todos pudieran ser hechos como él, excepto por las cadenas.
Ante esta respuesta Agripa, su hermana Berenice y su séquito se levantaron y se marcharon, admitiendo más tarde entre sí que Pablo no había hecho nada digno de la muerte o del encarcelamiento. De hecho, el rey señaló que de no haber sido porque había apelado al César, ya pudiera haber sido liberado; pero su suerte ya estaba echada.
DE NUEVO EN EL MAR
Pablo fue entregado a Julio, un centurión del Regimiento del Emperador. Mientras el apóstol zarpaba hacia Italia junto con otros prisioneros, no había forma de que supiera las dificultades que atravesaría. Sería un viaje largo con varias escalas. Lucas describe el viaje con grandes detalles, demostrando así sus conocimientos técnicos del viaje por mar en aquella época. Su relato denota autenticidad, lo que respalda su afirmación de haber sido testigo de gran parte del ministerio de Pablo. El otro compañero en este viaje de Pablo fue Aristarco de Tesalónica, en Macedonia (Hechos 27:2).
La primera escala de la embarcación fue en Sidón, en donde a Pablo se le permitió desembarcar y reunirse con los miembros de la iglesia. A pesar de los vientos contrarios, el viaje continuó a salvo a lo largo de la costa noreste de Chipre y a través del mar abierto hacia la costa de Cilicia, Panfilia y Licia. Allí, en el puerto de Mira, el grupo cambió de embarcación. Una vez más debido a los vientos contrarios, navegaron lentamente hacia el oeste pasando Rodas y Gnido hacia el lado de sotavento de Creta. Llegaron a uno de los puertos de la isla, Buenos Puertos, cerca de Lasea, y pasaron algún tiempo allí. En este punto Lucas hace una de sus alusiones a los días santos que observaba la iglesia, señalando que había pasado el Día de Expiación (septiembre/octubre), por lo que el navegar se había vuelto peligroso (versículo 9). La sugerencia de Pablo de que se quedaran para el invierno fue ignorada, pues el oficial romano prestó más atención al piloto y al propietario de la embarcación, quienes deseaban dirigirse a Fenice, un puerto más seguro al oeste de Creta.
Después de poco tiempo en el mar quedaron atrapados en medio de fuertes vientos del noreste que les alejó de Creta. Después de pasar una pequeña isla llamada Clauda, apenas tuvieron suficiente tiempo para subir el pequeño esquife antes de ser conducidos hacia las peligrosas barras de arena de Libia. Tras escapar de este peligro, al día siguiente comenzaron a alijar y, al tercer día, echaron por la borda los aparejos de la nave. Después de muchos días más llenos de tormentas, cuando era difícil distinguir el día de la noche, la tripulación y la mayoría de los pasajeros habían llegado al punto de perder toda esperanza. Fue entonces que Pablo se puso de pie en medio de ellos y les recordó que debieron haberle escuchado cuando les advirtió de los peligros de navegar después de cierta fecha; pero ahora, les decía, ya no había necesidad de temer, pues aunque perderían la nave no habrían de perder la vida. Les dijo que la noche anterior había tenido una tranquilizadora visión angelical y que el mensaje era que él se presentaría ante el César y que quienes viajaban con él estarían a salvo. Todo lo que necesitaban era encontrar una isla en donde pudieran encallar (versículos 13–26).
«Pasaron muchas jornadas sin ver el sol ni las estrellas, y llegó un momento en que, combatidos por la terrible tempestad que nos azotaba sin clemencia, llegamos a perder toda esperanza de sobrevivir».
A la decimocuarta noche, en algún lugar del Adriático, los marineros sintieron que había tierra cerca. Tras verificar la profundidad, encontraron que ésta disminuía cada vez más y ahora temían chocar contra las rocas durante la noche. Algunos miembros de la tripulación intentaron escapar en el pequeño bote salvavidas de la embarcación, pero Pablo les advirtió que sólo se salvarían quienes permanecieran a bordo. Los soldados entonces cortaron las amarras del bote para dejarlo a la deriva y evitar otros intentos de escape. A la mañana siguiente, justo antes del amanecer, Pablo les aconsejó a todos que comieran para recuperar fuerzas para lo que estaba por venir. Él mismo tomó pan, dio gracias delante de todos, y lo comió. Las 276 personas a bordo recibieron aliento y, después de comer hasta quedar satisfechos, lanzaron al agua todo el grano restante para aligerar la nave. Los marineros dirigieron la embarcación hacia la playa conforme la luz del día se hacía más brillante y navegaron hacia delante. Desafortunadamente, quedaron encallados en un arrecife, donde el mar era demasiado fuerte y pronto la popa se hizo pedazos con el intenso oleaje (versículos 27–41).
Los soldados, presas del pánico, querían matar a los prisioneros para evitar que se escaparan, pero el centurión deseaba mantener vivo a Pablo, así que evitó que los soldados llevaran a cabo su plan. Indicando a aquéllos que podían nadar que saltaran al agua y se dirigieran a la playa, dijo al resto que se aferraran a los tablones y partes del barco y que flotaran hasta la orilla.
Todos llegaron a salvo a la isla de Malta.
CAMINO A ROMA
Para Pablo era al menos el cuarto naufragio.
En su segunda carta a la iglesia de Corinto, escrita mucho antes de este viaje a Roma, señaló: «Tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar» (2 Corintios 11:25); pero en esta ocasión la población local llegó rápidamente al rescate en medio del frío y la lluvia, preparando fogatas para calentarles.
Al recoger algunas varas para arrojarlas al fuego, Pablo fue mordido en la mano por una serpiente venenosa, de la que se deshizo echándola en el fuego. Los supersticiosos pobladores pensaron que debía ser un asesino para ser atacado de esa manera y que por lo tanto moriría pronto. Cuando pasado algún tiempo él no cayó al suelo y, de hecho, ni siquiera mostró síntomas de estar enfermo, decidieron que debía tratarse de un dios (Hechos 28:3–6).
El hombre principal de la isla, Publio, invitó a Pablo y a sus acompañantes a su hogar y los hospedó durante tres días. Su padre, quien estaba muy enfermo de fiebre y disentería, se recuperó después de que Pablo oró por él y le impuso las manos. Como resultado, muchos otros enfermos buscaron al apóstol. Cuando, después de tres meses de invierno, llegó el momento de partir, los agradecidos pobladores dieron a Pablo y a sus camaradas de abordo lo que necesitaban para continuar su viaje (versículos 7–10).
Tras encontrar un barco con rumbo hacia Italia, hicieron una parada de tres días en Siracusa, Sicilia, antes de pasar Regio y dirigirse a Puteoli en la península itálica. Allí se encontraron con otros creyentes y el centurión les permitió quedarse por una semana. Mientras se acercaban a Roma los miembros de la iglesia que habían escuchado de su llegada fueron a reunirse con ellos. Algunos se acercaron por la Vía Apia hacia el Foro de Apio, a unos 69 km (43 millas) de Roma, mientras que otros esperaron más cerca de la ciudad en las Tres Tabernas. A Pablo le alentó mucho esta bienvenida.
«Y por fin llegamos a Roma. Los hermanos de Roma, habiéndose enterado de nuestra situación, salieron hasta el Foro de Apio y Tres Tabernas a recibirnos».
PABLO, EL PRISIONERO
Una vez en Roma, Pablo recibió alojo temporal (versículo 23) —quizá en casa de un amigo—, pero custodiado por soldados que se rotaban la guardia, a quienes estaba unido por cadenas (versículos 16 y 20). Sin embargo, antes de transcurrir mucho tiempo, pudo vivir por un largo periodo en su propia casa alquilada (versículo 30).
Después de los primeros tres días invitó a los líderes judíos de la localidad a que le visitaran. Su reunión brindó a Pablo la oportunidad de explicar las circunstancias que rodearon su arresto, proclamar su inocencia y hablar a sus hermanos judíos acerca de Jesús.
El emperador en la época del encarcelamiento de dos años de Pablo era el tristemente célebre Nerón. Es probable que después de recibir la documentación de Porcio Festo, esperara hasta haber escuchado a los acusadores judíos de Pablo en Jerusalén antes de reunirse con él. Quizá también sabía de Pablo por su asesor, Séneca, cuyo hermano, Galio, había escuchado y desestimado una queja en contra del apóstol presentada por otros líderes judíos en Corinto algunos años atrás (Hechos 18:12–16). Sin embargo, era claro que los judíos locales no tenían razón alguna para la llegada de Pablo a Roma. Le dijeron «Nosotros ni hemos recibido de Judea cartas acerca de ti, ni ha venido alguno de los hermanos que haya denunciado o hablado algún mal de ti» (Hechos 28:21). Por tanto, se mostraron abiertos a escuchar más acerca de “esta secta” a la que Pablo representaba y de la cual, según afirmaban, la gente de todas partes hablaba en contra.
En una segunda reunión muchas personas llegaron para escuchar a Pablo, quien habló desde la mañana hasta la noche. Les explicó acerca del Reino de Dios y de la reciente venida del Mesías utilizando la Escritura Hebrea («la Ley y los Profetas») para tratar de convencer a su audiencia. Algunos se mostraron dispuestos y convencidos, mientras que otros desdeñaron sus enseñanzas. Pablo se dio cuenta de que en ese momento se había cumplido una profecía y refirió a sus oyentes las palabras de Isaías 6:9–10: «Y dijo: Anda, y di a este pueblo: Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad».
Pablo se sintió obligado a señalar a los judíos que ahora dirigiría el mensaje a los gentiles debido a que ellos no estaban interesados en aceptar sus enseñanzas.
El libro de los Hechos termina con el comentario de que Pablo permaneció en Roma por dos años, recibiendo a todos los que vinieran a él y «predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo, abiertamente y sin impedimento» (Hechos 28:31). Ésta es una indicación de que la inusual circunstancia de estar encadenado a otro no evitó que hablara claramente y que no se vio coartada su libertad de expresión. También nos dice que su encarcelamiento fue diferente al que alude en una carta posterior dirigida a su ayudante, Timoteo, que aparentemente fue escrita desde una prisión romana. (De hecho, como veremos la próxima ocasión, Pablo pronto fue liberado y viajó más allá del imperio antes de su encarcelamiento final).
En este punto Lucas interrumpe el relato de la iglesia primitiva que ha preparado para Teófilo, aparentemente debido a que ya está al corriente. ¿Acaso Lucas murió antes de que pudiera escribir un tercer volumen? Simplemente no lo sabemos, pero podemos descubrir más acerca del apóstol Pablo en Roma y, por implicación, de su liberación, a partir de las cartas que escribió durante este periodo de dos años.
En la siguiente parte hablaremos de la correspondencia de Pablo y de un discípulo de nombre Filemón, así como de sus epístolas a las congregaciones eclesiásticas de Colosas, Éfeso y Filipos.
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(PARTE 10)