¿Se le está acabando el tiempo?
Muchos cristianos se preocupan por amigos y familiares que no toman la Biblia en serio. Les preocupa, ¡claro!, que si estos incrédulos no son salvos antes de morir, sufrirán gravemente en el más allá. Pero aquí presentamos un mensaje alentador de parte de la Biblia misma.
¿Está Dios participando en una lucha encarnizada contra el diablo a fin de salvar al mundo, o sea, de salvar del infierno a las almas antes de que sea demasiado tarde? Esta es una creencia bastante común, aunque no siempre se la exprese abiertamente.
Para muchos del mundo cristiano, esta creencia se manifiesta en la urgente sensación de que deben unirse a dicha lucha en el nombre de Dios. Deben hacer todo cuanto esté a su alcance para convertir incrédulos al cristianismo, a fin de ayudarles a escapar del purgatorio o de la condenación eterna. Subyacente al deseo de traer a otros a Cristo está la creencia de que esta vida es nuestra única oportunidad para la salvación o redención, creencia esta que ha dado lugar a actividades misioneras, programas de divulgación evangélica, ganancia de almas, campañas de reavivamiento, estudios bíblicos en los vecindarios, testimonios personales y demás.
Pero, ¿de dónde vino la idea de que Dios está tratando de convertir el mundo entero hoy? ¿Qué dice la Biblia al respecto?
El día de salvación
¿Por qué tantos cristianos creen que esta era es la única oportunidad de salvación? En su Segunda Epístola a los Corintios, el apóstol Pablo nos da un indicio: «Así, pues, nosotros, como colaboradores suyos, os exhortamos también a que no recibáis en vano la gracia de Dios. Porque dice: En tiempo aceptable te he oído, y en día de salvación te he socorrido. He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación» (2 Corintios 6:1–2).
¿Es este un mandato de convertir el mundo entero ahora?
Lo primero que debemos observar es el contexto. Pablo estaba aplicando un pasaje de Isaías 49:8 a una situación entre los seguidores de Cristo de la ciudad griega de Corinto. Esta carta era la continuación de su epístola anterior en la que el apóstol se dirigía a los corintios como una congregación con problemas, un grupo de gente que necesitaba un cambio de corazón. Cuando Pablo dijo lo que dijo en este pasaje, estaba corrigiéndolos en relación con un problema local, y les estaba recordando que necesitaban considerar con más seriedad este llamado y no dar por sentada la gracia que Dios les había extendido. Un detalle importante es que esta era gente que ya se había «convertido». De ahí que sus palabras sean igualmente aplicables a los seguidores de Cristo de hoy.
Si nos remontamos al versículo original de Isaías, podemos ver por el contexto que, de manera similar, Isaías se estaba refiriendo a una serie de asuntos específicos que la nación de Israel enfrentaba por entonces. No se trata de una declaración acerca de la intención de Dios de convertir el mundo de ese tiempo, lo cual obviamente no sucedió. Si un Dios todopoderosos hubiera estado tratando de convertir el mundo entero en la época de Isaías (o de Pablo), ¿no lo habría logrado?
«Haced discípulos»
Otra escritura que a menudo se cita es la de Mateo 28:19: «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones». A simple vista, esto parece validar los esfuerzos de convertir el mundo entero. Pero el relato paralelo de Marcos lo expresa así: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15).
En 1 Corintios 9, Pablo muestra su celo en cuanto a obedecer el mandato de Cristo: «¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!», dice. «A todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos» (versículos 16, 22). Pero, ¿era su propósito principal convertir a cuantos más pudiera predicando el evangelio dondequiera que iba? Una vez más, una prueba sencilla consiste en determinar su grado de éxito al respecto. En términos de cantidad de gente convertida en el primer siglo de nuestra era, los apóstoles y aun Jesús mismo no tuvieron mayor éxito; por entonces, solo unos pocos se convirtieron en seguidores de ellos, y aparentemente, una cantidad importante de esos primeros convertidos más tarde renegaron de su fe (véase, por ejemplo, Juan 6:66; Hechos 1:15; 2 Timoteo 4:9–10, 16). Si Dios hubiera intentado convertir el mundo entero, ¿no lo habría logrado? Los hechos demuestran que eso no sucedió. Lo que sí sucedió fue que todos predicaron el evangelio muy eficazmente (véase Mateo 4:23; 9:35; Lucas 9:6; Hechos 8:25; Romanos 15:19), con el resultado de que algunos se convirtieron en creyentes (Hechos 2:41; 14:21; 1 Corintios 9:22).
«Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo».
Las palabras «haced discípulos a todas las naciones» registradas en Mateo 28 en sí no resultan muy claras en las traducciones. Por definición, un discípulo es un estudiante, un seguidor, uno que aprende de un maestro o líder. En ese sentido, la versión (en inglés) del Rey Jacobo y algunas otras que traducen la frase original en griego como «enseñad a todas las naciones» resultan tal vez más claras.
Pero, ¿qué es lo que se debe enseñar? La instrucción de Cristo según Mateo 28 fue «que guarden todas las cosas que os he mandado» (versículo 20). Según otras escrituras, eso incluiría obediencia a la ley de Dios (véase, por ejemplo, Mateo 23:23), sin embargo, por lo general, esto no es parte del mensaje de quienes tratan de convertir a otros al cristianismo. En vez de ello, la necesidad de guardar la ley a menudo se niega expresamente sobre la base de que la ley fue clavada en la cruz; Cristo guardó la ley por nosotros, y nosotros, falibles como somos, no necesitamos siquiera molestarnos en tratar de guardarla. No obstante, Jesús también dijo: «No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido» (Mateo 5:17–18). Como los capítulos 5, 6 y 7 de Mateo siguen mostrando, en realidad, él se explayó sobre esa ley, agregando a lo material un elemento spiritual más exigente.
«¡Señor, Señor!»
¿Cómo entra en este análisis Hechos 2:21: «Y todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo»? ¿No sugiere esto que todo el mundo tiene acceso a Dios hoy día, con solo profesar el nombre de Jesús? Eso parecería ser razón suficiente para que los cristianos hicieran proselitismo.
De nuevo, el contexto es clave. Pedro, que citó este pasaje del Antiguo Testamento registrado en el libro de Joel, estaba hablando en el día de Pentecostés. Había empezado diciendo: «Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne» (versículo 17). Luego siguió hablando de la primera venida de Cristo y de su sacrificio y resurrección. En ese día de Pentecostés, el Espíritu Santo fue dado a sus seguidores, un grupo muy pequeño. Una multitud de gente que estaba en Jerusalén, procedente «de todas las naciones bajo el cielo» (versículo 5), escuchaban con atención mientras Pedro explicaba que este hombre, el Cristo, era aquel que habían asesinado varias semanas antes. Cuando ellos oyeron esto «se compungieron de corazón» y preguntaron qué debían hacer, a lo cual Pedro respondió: «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare» (Hechos 2:38–39).
Había condiciones aquí. Primero, tenían que «arrepentirse», cambiar de dirección y voluntariamente seguir la dirección de Dios: adherirse a su ley. Segundo, Pedro dijo que el Espíritu Santo se conferiría a «cuantos el Señor nuestro Dios llamare». En esa ocasión, «se añadieron… como tres mil personas» (versículo 41). Considerado el cuadro completo en perspectiva, este fue un grupo relativamente pequeño. Aun con tres mil almas añadidas en un día, uno no concluiría que Dios estaba tratando de convertir el mundo entero.
Pedro reconoció en la muerte y la resurrección de Jesús un momento crucial en el plan de Dios; ahora era el momento cuando la profecía de Joel —«Y todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo» (Joel 2:32)— comenzaría a cumplirse. La oportunidad se extendería tanto a judíos («para vosotros… y para vuestros hijos») como a no judíos («para todos los que están lejos»); no obstante, él entendió que este no era el acto final del plan general de Dios, porque aun entonces el ofrecimiento se habría limitado a «cuantos el Señor nuestro Dios llamare», una cantidad relativamente pequeña, según resultó ser. El cumplimiento total de la profecía de Joel no tendría lugar sino hasta en «los postreros días», el todavía en el futuro «día del Señor» (Hechos 2:17, 20; véase también 1 Tesalonicenses 5:2 y 2 Pedro 3:10).
«Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare».
Para poner en contexto Hechos 2:21, también necesitamos recordar las palabras de Jesús registradas en Mateo 7:21–23: «No todo el que me llama: “¡Señor, Señor!” entrará en el reino del cielo. Solo entrarán aquellos que verdaderamente hacen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. El día del juicio, muchos me dirán: “¡Señor, Señor! Profetizamos en tu nombre, expulsamos demonios en tu nombre e hicimos muchos milagros en tu nombre”. Pero yo les responderé: “Nunca los conocí. Aléjense de mí, ustedes, que violan las leyes de Dios”» (Nueva Traducción Viviente). Así que, una vez más vemos que un verdadero discípulo o seguidor de Cristo observará cuidadosamente todas las leyes de Dios.
Es cuestión de tiempo
En la primera epístola de Pablo a un joven ministro llamado Timoteo, leemos que Dios «quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2:3–4). Por supuesto, esta es una declaración cierta, pero el cuándo vendrán «al conocimiento de la verdad» está enteramente en manos de Dios. Este es un factor de comprensión fundamental.
El apóstol Juan cita a Jesús diciendo: «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero» (Juan 6:44). Esto se refiere a un tiempo y a una resurrección futuros (una revitalización, o restauración de la vida) de los muertos.
En el versículo 65 Cristo reitera: «Os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre». Esto concuerda perfectamente con lo que Pedro dijo en el día de Pentecostés, que el momento o día de salvación se circunscribe a «cuantos el Señor nuestro Dios llamare», de acuerdo con su tiempo.
El efecto neto de esto es que no necesitamos estar ansiosos. Dios, que es misericordioso, se asegurará de que a cada uno le llegue su tiempo. Nunca hubo exigencia alguna de tratar, humanamente, de convertir al mundo entero ahora. Semejante esfuerzo seguramente sería asumir el papel de Dios en cuanto a decidir cómo y cuándo atraer a alguien hacia él.
En realidad, sobre la base de la explicación de Cristo tocante al propósito de las parábolas, podemos estar bien seguros del hecho de que Dios no está tratando de convertir el mundo entero ahora. Es un concepto erróneo común que él habló en parábolas para hacer más claro su significado a su audiencia; envolviendo (por así decirlo) el mensaje del evangelio en lenguaje sencillo, para que la gente mayormente agraria a la que se dirigía pudiera entenderlo con facilidad de modo que sus vidas pudieran ser transformadas.
A decir verdad, su propósito fue precisamente lo opuesto: velar el significado a aquellos cuyos ojos el Padre no estaba abriendo en esos momentos. «Por eso les hablo por parábolas: porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden. De manera que se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dijo: “De oído oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis. Porque el corazón de este pueblo se ha engrosado, y con los oídos oyen pesadamente, y han cerrado sus ojos; para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y con el corazón entiendan, y se conviertan, y yo los sane”» (Mateo 13:13–15).
No obstante, cuando Cristo habló a sus discípulos, lo hizo clara y abiertamente: «Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado» (versículo 11).
«Porque de cierto os digo, que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron».
Así que… es un don que es dado a algunos y no a otros. Por Pablo sabemos que es el deseo de Dios darlo a todos, pero es su prerrogativa decidir cuándo darlo. Todos tendrán la oportunidad según el tiempo de Dios.
En los días de Cristo este don no fue dado a todos. Muy pocos lo recibieron; la mayoría no. Antes de su primera venida, ¿cuántos millones de personas jamás habían oído de Jesucristo? ¿Están todos condenados? Tras su primera venida, ¿cuántas personas de las regiones más remotas del mundo aún tienen que oír o saber de él?
Dios tiene un plan
Dios, que se define como amor (1 Juan 4:8), tiene la firme intención de ofrecer salvación a todos los que alguna vez hayan vivido. Desde el principio, él ha tenido un plan claramente trazado: «Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre» (1 Corintios 15:22–24).
Pablo entendía que Dios tiene un plan para «cada uno en su debido orden». Él lo asemejó a una cosecha que se efectúa en etapas: cierto fruto, llamado «las primicias», se cosecha antes de que madure otro. El resto se cosechará también, pero no antes de que esté listo. A diferencia, la mayoría de esta cosecha metafórica tendrá lugar tiempo después. Todo sucederá en el tiempo de Dios y según su orden.
De manera similar, también el apóstol Juan entendía que Dios tiene trazado un plan. «Y vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron facultad de juzgar… y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años» (Apocalipsis 20:4–5).
Esto indica que hay más de una resurrección de los muertos. Dios hizo provisión para «los otros muertos», y su oportunidad vendrá.
Hoy no es el único día de salvación. Dios no quiere «que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2 Pedro 3:9). Así, a todos se les dará la oportunidad de llegar a conocer a su Creador, no por voluntad propia ni por voluntad de otros, sino en el propio y perfecto tiempo de Dios.